Crónicas expedicionarios 21 julio

Antonio Del Castillo-Olivares

Tras atracar en Samaná, comenzamos a pasear por la orilla. Las sendas que recorríamos nos llevaban de isla a isla, a través de puentes. La lluvia empapaba mi rostro, pero me daba igual. Contemplar la inmensidad del mar y la frondosidad de la flora era lo único para lo que tenía ojos.

Después del paseo, fuimos a una playa donde paramos a descansar. En la orilla, los niños corrían y jugaban, seguidos de perros que, alegres, meneaban el rabo. Mientras observo, el agua se escurre entre mis dedos haciendo escocer mis heridas del camino, pero de mi boca no sale queja alguna, tampoco aire pues aquellas vistas me dejaban sin aliento.

Más tarde, unos lugareños nos regalaban unos cocos. La dulzura de sus frutos casi alcanzaba la de sus sonrisas. Casi. Este obsequio fue la antesala de lo que después seria una fiesta donde solo había lugar para música, baile y lo más genuinas carcajadas que no son otra cosa que dones tropicales.

David Esteban Casado

La noche iba llegando a su fin y el sol saliendo por el horizonte marcaba el comienzo de un nuevo día repleto de aventuras que nos marcarían para siempre. El sonido del zumbido de los mosquitos cerca del oído era reemplazado por la música y las voces de los monitores, quienes nos metían prisa para que acabásemos de desperezarnos y pudiésemos empezar a realizar los ejercicios matutinos.

El reloj marcaba las seis y media de la mañana y mientras el sol subía hacia el cielo, nosotros bajábamos el cuerpo haciendo flexiones sobre un amplio campo de césped. Habíamos ya acabado los ejercicios de calentamiento y lo siguiente era correr entre los edificios del orfanato Nuestro Pequeño Hermano. Lugar donde nos habían acogido con una gran amabilidad los dominicanos locales.

Toro, monitor cuyo apellido hace referencia a su forma de ser, ya sea por su incansable espíritu deportista o por su implacable forma de liderar el grupo, daba la orden de empezar a correr tras él. Poco a poco, la personas que hacia un momento estaban durmiendo en un saco comenzaban a formar un mar de camisetas azules que se iba desplazando unánimemente entre la calles y jardines del humilde orfanato.

El tiempo de deporte había acabado. Eran las siete de la mañana y por fin tocaba disfrutar de nuestra primera ducha durante la expedición, la cual consistía en rociarnos agua con una manguera. Parecía mentira que se agradeciese tanto poder quitarnos la capa de sudor acumulado que nos cubría la piel. Mientras me encontraba sentado tranquilamente llegue a la conclusión de que si hace un año alguien me hubiese dicho que en esto consistirían mis mañanas durante tres semanas en verano me hubiese echado a reír.

Constanza

De nuestra llegada solo recuerdo azul. Azul grisáceo de las nubes de algodón se disipaba para dar paso al azul profundo y oscuro del océano. A 12000m de altura y una velocidad de 500 millas por hora, la caída libre me provocaba un cosquilleo en el estómago. Y de repente, verde; verde salvaje y antiguo como propia vida. Verde de maizales, palmeras; tierra verde; sangre verde. Bienvenidos a República Dominicana.

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