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Día 8. CRÓNICA OFICIAL .

POR EL DESFILADERO A LAS MINAS

En Tattuine hay sólo cuatro casas que tienen agua, los demás habitantes de este pueblo del Alto Atlas, tras el que no hay nada más, sólo las crestas de las montañas y población nómada desperdigada aquí y allá, tienen que bajar al río a por ella con sus burros, lo que les lleva alrededor de 40 minutos. 

En Tattuine las casas son de adobe, hay más niños que niñas, y no pueden jugar juntos en la calle, las vacas, en algunos casos, tienen más sitio en las casas que las personas -es su medio de vida- y muchas de las familias “sólo comen pan”. 

En Tattuine “muchas personas tienen que llevar la misma ropa toda la vida», y son gentes muy amables y agradecidas: ayer los expedicionarios regalaron dos botellas de agua a una familia «y sonrieron como sonreímos nosotros cuando nos regalan cosas en Navidad».    

En Tattouine no hay carreteras, solo un camino de piedras que cruza el pueblo por la mitad, por eso el alcalde quiere una. Muchos vecinos se limpian los dientes con hierbas, y sus casas, con vigas de madera que parecen incrustas al techo con calzador, están limpias como un patena. 

Todo este relato no proviene de este cronista sino de una suerte de gymkana que realizaron los aventureros, a los que el equipo de monitores entregó un listado de lugares a visitar para luego ponerlos en común: la fuente; la casa de Hammo, uno de los amigos de la expedición, donde su madre, de 90 años, estaba cardando lana e hilándola con una rueca, una labor en la que los expedicionarios colaboraron; el dispensario de las Hermanas; la casa rural que ha montado Shareef, con un bonito pero humilde huerto y varias gallinas correteando por la calle, y más casas de vecinos, donde los chavales fueron invitados a té y a frutos secos. 

“A mí no me gusta el té, pero este es el mejor que he probado en toda mi vida”, señalaba una de las jóvenes, que junto al resto de compañeros no había pasado una noche y una mañana fáciles. El viento golpeó con más fuerza que nunca al campamento, arrastrando arena que se te metía por todos los lados y en breve, te dejaba la cara llena de polvo. Tal era su virulencia que hubo que reforzar las ya de por sí resistentes jaimas de pelo de cabra bajo las que durmieron los expedicionarios.

Tras la visita, una marcha andando hacia Midelt (a seis kilómetros), desafiando los fuertes vientos, para luego subirse a los buses para dirigirnos a las minas de Ajaulí, montadas por la colonia francesa a principios del siglo XX y de donde se extrajo mucho plomo, sobre todo, pero también cobre. Los autobuses no pudieron adentrarse mucho por los imbricados desfiladeros, dignos de una película de aventuras, por lo que la expedición tuvo que realizar otra marcha de más de una hora para llegar hasta las minas. 

Casas abandonadas aquí y allá, con portones de acero, colocados para evitar daños en las cosas por las fuertes explosiones que se realizaban en la mina, le ganaban terreno a la montaña como si fueran las casas del pueblo dogón, pero en su estética eran más parecidas a un monasterio tibetano. Fascinante fue para los chavales subir una de las montañas para ir al pueblo abandonado, diseñado por los ingenieros franceses para los obreros con una milimetría cartesiana, y donde algunos expedicionarios pudieron incluso subir al minarete de la mezquita, donde había unas impresionantes vistas de un pueblo saqueado por sus propios habitantes tras el cierre oficial de las minas.   

Posteriormente los chavales entraron a ellas, con túneles de más de siete kilómetros, y que aunque fueron abandonadas en 1975 por la empresa francesa que las explotaba desde que Marruecos se declarara como país libre en 1956, siguen siendo trabajadas por algunas familias, que trabajan todo el día a riesgo de contraer silicosis. Les pagan siete dirhams (70 céntimos de euros) por el kilo de plomo, y pueden llegar a sustraer hasta quince cada día. 

Tras la visita los jóvenes cruzaron un alto puente de madera sobre el cauce seco, con algunas maderas cuarteadas y donde algunos expedicionarios sintieron de verdad la aventura ante el riesgo (ínfimo por cierto) de caer abajo. Una larga marcha de vuelta puso fin a un día lleno de incidencias en los vehículos de la expedición, con un par de pinchazos e incluso ayudando a una pareja de mineros a arrancar su coche. Primero a empellones, y luego con las pinzas. La ayuda a cualquier persona que pueda tener un problema en la carretera o donde sea es una de las obligaciones morales de esta expedición. “Los marroquíes con nosotros siempre se han portado muy bien”.        

SERAFÍN DE PIGAFETTA.

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