13º Día. Crónicas Expedicionarios

Los vientos del Sur en Palabek

La sangre a veces no es sangre, según el color de la piel que la cubre.

Las lágrimas no son lágrimas, según el color de la piel que las sostiene.

Hoy los niños no son niños,

No tienen casa ni padres.

Hoy los niños no son nadie,

Hoy los niños son del aire.

Ismael Lancho

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Es el viaje el que hace al viajero

Es increíble cómo esta gente consigue encontrar un propósito vital pese a sus circunstancias; cómo sonríen con sus dientes blancos como leche. Aquí, en Uganda, la gente cree. La gente cree en Dios, la gente cree en la bondad humana, en la reconciliación, en la paz. Y estas creencias hacen que lo tengan todo, por eso no necesitan nada.

Algunos europeos vienen a África sin conocerla, sin intentar comprenderla y, otros, aún peor, queriendo dominarla. Pero los que venimos a África con la intención -aunque a veces suceda involuntariamente- de que ésta nos cambie, los que abrimos el alma para desnudarla de prejuicios y de concepciones preconcebidas, éstos somos los que la pisamos de verdad.

Y esta África tan real, esta África tan hospitalaria, no es comparable a nada de este mundo. África es una madre, una profesora que, como dijo Cuesta: «no nos enseña, sino que nos recuerda aquello que a veces se nos olvida».

El sol de África es más cálido, la luna más templada. El cielo nocturno es más generoso, grandioso e invita a creer en un reino celestial sin necesidad de levantarse del suelo verde, donde el rocío tiene pensión completa.

Uganda es acogedora, como su gente. Venir aquí y dejarme visitar por ella ha sido una operación quirúrgica sin bisturí. Ahora lo veo todo más claro y menos mío, veo un «todo» diferente al de antes, más inclusivo. Veo que, en estos 18 años, no he sabido apreciar detalles de los que hasta me he llegado a quejar.

África ha dejado en mí una semilla de agradecimiento que germina desde el estómago hasta los pies, que quieren correr a todos lados y hacerse fuertes para sentirme más viva: gracias a la vida y perdón por no siempre haber querido ver todas tus caras.

De los pies hasta el pecho, donde el corazón me late con más fuerza porque por fin ama: gracias a todos los que me han hecho sentir querida y perdón si no os lo he demostrado lo suficiente.

Del corazón a los ojos, que ven los colores más nítidos y las estrellas más brillantes: gracias al mundo por ser tan bello y perdón por no haber visto tu belleza incondicional mucho antes.

De los ojos al cerebro, que ahora entiende que una pregunta tienen muchas respuestas, que todo es válido si se hace con ganas y con pasión, y que la empatía es un gran tesoro, mayor incluso que el agua o un simple almuerzo. Que conocer a gente maravillosa no depende del resto, sino de nuestra propia disposición. Porque en todos los sitios hay personas maravillosas que esperan ser encontradas y que son capaces de aportarnos aquello que, sin saberlo, siempre nos ha hecho falta.

Gracias a mí misma por haberme permitido vivir la intensidad de esta expedición, por haber superado el nivel de superficialidad donde la mayoría residimos debido a su comodidad, y por pensar. Por decir lo que pienso y por escuchar, esto ante todo: escuchar y observar. Dejarse contagiar por todo un país. Gracias por cambiar en tantos sentidos, Maria, y muchas gracias a cada persona, sonrisa, saludo, a cada día, noche e instante que me han hecho amar con todo mi yo a Uganda.

Maria Fernández López

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¿Cuánto puede sufrir un niño?

Amanece en el campo de refugiados de Palabek a la voz de Pablo Martos. Un minuto de reloj para calzarnos y calentar es lo que nos separa de correr cuarenta y cinco minutos. Cuando siento que no puedo dar un paso más, veo las caras de inseguridad de los niños y mi problema se vuelve ridículo. Sus casas son lonas de ACNUR que se sostienen con cualquier cosa.

Nos montamos en el autobús para ir a misa y, justo cuando nos dicen que hay que bajar a desayunar, una tormenta nos cae encima. Zapatos fuera y al barro con la capa de agua.

El día termina abriéndose. Al llegar a la capilla nos acercamos a los niños igual que tantas otras veces. Pero éstos no nos tocan con curiosidad. Corren, se esconden unos detrás de otros. Los más pequeños lloran desconsoladamente. Algo se rompe dentro de mí y se me escapa una lágrima. ¿Cuánto miedo hay que pasar para desconfiar de la gente? ¿Cuánto han sufrido y cómo puedo ayudarles?

Al acabar la larga ceremonia, Onona, una mujer local, me cuenta las atrocidades y traumas que ha traído la guerrilla a sus vidas. No sé cómo puede permanecer fuerte hablando de tanto dolor injusto y tanta vida rota. La crueldad que han tenido que soportar los refugiados es inhumana. Tuvieron que correr lejos de sus casas, de su gente. Llegan solos, sin nada a lo que atenerse. La labor de los salesianos aquí es admirable: evitar que se difuminen sus vidas, llenarlas de algún sentido.

Hay algo que no han arrebatado a esta gente: el gusto por reunirse. En el campo de fútbol hay más de mil personas. Es el encuentro más multitudinario desde que existe el campo de refugiados, según nos cuenta el padre Arrasu. Nos agolpamos alrededor del partido para ver en primera fila cómo al final perdemos, todo hay que decirlo. Yo salí a jugar un rato, pero no pudimos hacer mucho. A cada metedura de pata nuestra, se reían al unísono, pero nos daba igual. Mientras estuviéramos en apuros tendrían un motivo más para no pensar en su situación.

El atardecer en África no deja de sorprenderme. El día se apaga dejando sensaciones en el cielo. Estoy inexplicablemente contenta. De vuelta para cenar, la gente ya sí se atreve a despedirnos.

El padre Arrasu ha organizado un fuego de campamento. Intercambiamos canciones y bailes con los refugiados, aunque la verdad es que nos dan mil vueltas. La música es su pasión, les mantiene a salvo. Es una de las pocas cosas que conservan de su vida en Sudán.

El sueño acumulado empieza a pasar factura. Me pesan los ojos y aún tenemos que presentar nuestro proyecto de emprendimiento, fruto del curso que nos impartieron durante la expedición, al jurado antes de poder dormir. Yago, Víctor y yo hacemos el elevator pitch para tratar de convencerlos de que apoyen nuestra propuesta. No ha podido ser, pero ha sido enriquecedor reflexionar sobre los problemas de Uganda y sobre cómo resolverlos. Estamos satisfechos de haber aprendido a empatizar con sus necesidades.

Este día es de los que más me ha impactado a lo largo de toda la expedición. Cuando vuelva me costará más quejarme de que mi vida esté patas arriba. Al menos yo tengo una vida que desordenar.

Paula Andrés

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