CRÓNICAS 10 DE AGOSTO
Rumbo al pasado
Se puede viajar en el tiempo en tan solo 11 horas. Coger un avión y aterrizar horas
después en un mundo donde los relojes parecen haber parado hace siglos y las tradiciones haberse congelado en el tiempo. Algo parecido a abrir un libro de historia por la mitad.
Parece irreal que existan lugares donde aún se construya con adobe y andamios de madera, donde las horas de sol aún dicten el horario laboral y donde los medios de producción y cultivo se basen en la tracción animal y la propia mano del hombre. Ciudades desestructuradas, pueblos que emergen en medio de la nada, mercados donde se intercambian productos artesanales y una economía principalmente de subsistencia. Así es Etiopía.
Aquí el calendario marca el año 2011 y el reloj se pone a 0 a partir del amanecer. Una vida muy distinta a la nuestra que resulta inevitable comparar. La eterna partida entre Europa y África en la que unos se creen superiores y los otros idealizan un paraíso inexistente. Un pulso entre culturas que nunca tendrá ganador.
Una vez en el terreno, seguimos rumbo al pasado a bordo de un bus safari de más de 20 años, con el que recorremos el país atravesando kilómetros y kilómetros de planicies a más de 2000 metros de altura, llegando en ocasiones a los 4000 metros. Qué alto, frío y verde es este país en época de lluvias. Las ventanas del bus se convierten en las pantallas de un documental en la que se proyecta una realidad inesperada y totalmente desconocida. Hectáreas y hectáreas de verde que se convierten en la conjunción perfecta entre paisajes de sabana y bosques de eucalipto. Esquivando babuinos, dromedarios, vacas y burros convertimos el viaje en bus en una aventura y en cada parada nos mezclamos con la gente autóctona que aparece en los lugares más inesperados. Cada proyecto de cooperación que visitamos, cada charla y cada conversación nos ayuda a entender un poco más el país y a querer saber más de sus problemas y sus gentes.
En este pasado, Rumbo al Sur aprovecha al máximo el presente. Las horas del día se multiplican por 2 y esto nos permite conocer, entender, respetar y aprender de este pasado. Que no es mejor ni peor, es simplemente diferente. Ojalá seguir viajando en el tiempo con vosotros.
Claudia Castelló Mendoza
Viaje (4/8/19)
Este lugar me gusta. Es circular, con techo de madera trenzada y sin paredes. Podría ser perfectamente una casita para la meditación. Desde que la vi, supe que acudiría a ella.
Hoy hemos hecho deporte, desayunado, desarrollado nuestro proyecto de emprendimiento, jugado con los niños en el recreo y por último nos acabamos de duchar. Y ahora, llena de paz y gratitud, he venido a compartir con el suelo de piedra de esta pérgola en trazos de vida, vivencias y sentimientos que cruzan mi mente. Quizá una buena historia pueda ser el viaje en bus de ayer. Siente con atención:
Dos días de bus completos ya eran muchos…y acababa de amanecer un tercero. La hierba de Dessiee acogió a nuestros brazos cansados por el deporte matutino y más tarde, sus árboles acercaron un poco sus ramas a mis labios y dibujaron una sonrisa. Era un verde que yo percibía azul. Libertad, pureza, claridad. Seguí caminando, me despedí de los árboles y subí al bus 1. Mi bus está lleno de personas especiales, pues casi todas mis almas más queridas del viaje están en él. Los ojos de Jorge me invitaron a sentarme a su lado y accedí de inmediato. Él es un hogar. No hay sobreactuaciones ni silencios incómodos. Hay palabras, historias, silencio admirador de paisajes o pensamientos. El tiempo con él es sencillo, conciso y creativo. Supe que sería un buen día.
Yo iba a dormir en un principio, pero comenzamos a contarnos cosas y se pasó el tiempo muy rápido. Amigos, sucesos, profesores, historias graciosas. De vez en cuando, un dromedario nos miraba curioso desde el corazón del poblado. De vez en cuando, los niños alzaban sus manos hacia el cielo de nuestro autobús. De vez en cuando, los conductores paraban a tomar café y sabíamos que sería una ocasión ideal para escribir con buena letra en la libreta. Pero siempre preferíamos hablar un ratito más. Algo más tarde, Jorge siguió leyendo “Gorilas en la niebla” y yo desconecté un poquito. Ese “poquito” se descubre como un rato muy largo, en un asiento muy duro y con mil posturas incómodas. Pero bien, bastante agusto, paradójicamente. De pronto, entre el tercer y el cuarto capítulo de sueño me desperté en un sueño distinto. Me costó creer que era realidad. Había árboles verdes, tan intenso que yo percibía como naranja, todo calidez. Algunos hubieran dicho que hacía calor, pero yo me sentía en una nebulosa de trazos carmín, anaranjados, amarillentos. Los trotes del bus me guiaban por mi nebulosa, cerrando los ojos a momentos indefinidos, sólo para abrirlos y mirar a Jorge. Me pasaba por la cabeza que no tenía ni idea lo que estaría pasando por la suya ¿Iría él también en su nebulosa? Quizá lo ve, pero también mira meticulosamente el mundo real tras la ventana. Lo veía todo con sus ojos verdes. Y de esta manera, todo sigue tiñiéndose de naranja. Saltando por lazos temporales, me topé con uno algo menos borroso, en el que el autobús se detenía y, a su paso desacelerado, pintaba el mundo de verde. Un verde que yo percibía muy amarillo.
No sé a quien se le ocurrió la idea, pero los bocadillos del almuerzo acabaron en una caja perdida en el interior de la selva que tuvimos que buscar. Después del pan etíope con atún español, volvimos al traqueteo y a las palabras. Sin nebulosa también se estaba bien. Aprendí a mirar con los ojos verdes de Jorge y me sumergí en esa concisión subjetiva. Por la ventana vimos caña de azúcar y, en dos ocasiones, la casualidad nos invitó a bajarnos y compraron cuatro trozos por 10 birs. Como siempre, todo el mundo quería probar. Ofrecimos de buen grado, pero intentábamos evitar a las personas enfermas por una cuestión obvia.
Nuevamente bus y, a los diez minutos, una nueva parada. Esta vez, el marrón de las rocas formaba una uve que solemos llamar corte de la montaña. Al fondo, casitas diminutas dibujadas sobre un verde que yo percibía muy morado. El paisaje era maravilloso, pero hubo otra imagen que se me quedó aún más grabada. Miré atrás y contemplé un sol cálido y gélido que plasmaba un estruendoso contraluz tras la silueta de los autobuses. Ellos, negros y tan deslumbrantes, marcaban la línea de mi horizonte visible, un horizonte de viaje. Toda una asíntota vertical, horizontal y oblicua infinita.
Hay muchos destinos, siendo cada punto del mapa uno de ellos. Cada momento es un destino, al igual que mis pensamientos. Las nebulosas son destinos, emparejadas con las personas. Pero tachemos todo lo anterior. Son destinos en sí mismos, pero más que esto son trocitos del viaje. Son lo inexplicable de la física, de la química y de la biología. Son lo misterioso que no se nombra. Cierra los ojos y atrévete a escuchar esa sinfonía silenciosa. Aparto los ojos del paisaje y me acerco al bus. Dentro, me espera otra aventura muy divertida, en forma de música, canto y baile eufórico. Quizá un ukelele improvisado, quizá nuestro afán por salirnos de cualquier ámbito aburrido, quizá la falta de música en todo el viaje por al ausencia de un aparato tecnológico que la reproduzca. El caso es que todas las condiciones apuntan a crear un momento maravilloso, pagando con gusto el precio dela afonía y la falta de Lizipaína, a cambio del regalo de muchas voces cantando emocionadas, actuando y sobreactuando, dramatizando a colores creativos cada verso.
Después del viaje de hoy, después de ese pasadizo frenético de casa al universo, llega el sueño profundo con el que acaban todas las aventuras que ya mis padres me leían hace 18 años en la cama.
Puede que sus palabras hayan dibujado el pentagrama en el que poder escribir mi baile por la vida. En caso de que así sea (y estoy segura que lo es), a mi “gracias viaje” se une mi “gracias papá y mamá”. Y muchos gracias más, quizá algo menos enormes, pero no menos importantes, a cada uno de los destinos que en realidad nunca serán destinos, sino misterios mágicos.
María López Machuca
Ya estamos en los últimos días. Las cuentas atrás empiezan: 2 para unos y 4 para otros. Las caras de tristeza abundan cuando la gente se pone a pensar, cuando tienes una tarea o el trote de las mañanas te da para reflexionar, y mucho. Echas la vista atrás y recuerdas cada momento vivido durante la aventura, cada recuerdo, que se te va a quedar marcado durante mucho tiempo. Vas caminando y cruzas miradas y sonrisas con cada persona que ha hecho único este viaje.
La verdad es que hace unos días tenía un poquito de ganas de irme, echaba de menos las cosas más insignificantes o las personas más cercanas, pero ahora que hemos formado una nueva familia me quedaría mucho más.
Estoy segura que esto me va a cambiar para siempre, formando parte de mi.
Laura Tomás Mochón