Nuestra obsesión: los mosquitos.
El traqueteo de las chapas de metal sobre la madera, el sol atravesando las mosquiteras y el zumbido de las olas del lago Victoria culminan en el efusivo “Buenos días” de Pablo Martos. Te recorre el cuerpo preparándote para el temido deporte mañanero de los rumberos, que a más de uno le hace sudar la gota gorda. Seguido de un bañito en las frías aguas del lago Victoria, el cuerpo lo agradece.
Empezamos la mañana con diferentes talleres: nuestro cuaderno de viaje, los ordenadores que podremos donar a hospitales y una conferencia del doctor sobre las enfermedades tropicales y, sobre todo, nuestra obsesión: los mosquitos.
Nos dejan un poco de rato libre para descansar y escribir antes de ponernos a hacer la cola de la comida ansiosos. Empiezan las apuestas de que habrá para comer, ¿ensalada?, ¿macarrones? A todos se nos escapa la sonrisa cuando nos enteramos que hay arroz con pollo.
Termina la comida y nos subimos al autocar que nos saca del recinto y nos introduce de golpe en la realidad de Entebbe: mercadillos callejeros…
Llegamos a un orfanato donde una estampida de niños gritando nos recibe con su mejor sonrisa. Nada más bajar del bus, se aferran a nosotros y se pelean entre ellos por poder tocarte o intercambiar una palabra contigo, como si nunca hubiesen visto nada parecido. Se nos remueve la conciencia cuando vemos lo felices que son con lo poco que tienen y las circunstancias tan complicadas en las que viven.
Se enganchan a tu brazo o se te suben a la espalda y no se sueltan de ti como si para ellos fueses una nueva esperanza. A más de uno nos cuesta decirles que se tienen que soltar, que tenemos que ponernos manos a la obra. Vaciamos las clases y nos ponemos a lijar las paredes para después poder pintarlas.
Los niños del orfanato nos ofrecen agua embotellada. Nos cuesta aceptarla después de ver el grifo del que beben ellos, lleno de moscas y bichos de ésos que no tenemos en España.
Una música africana nos despide junto al agitar de manos de los niños, todos nos hacían la misma pregunta que ninguno se atreve a contestar: “¿Vais a volver, no?”. Nos alejamos del autocar pensando que, a pesar de que habíamos jugado con ellos y les habíamos lijado y pintado la escuela, ellos nos habían dado mucho más que nosotros a ellos.
Mar Gutiérrez
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El primer amanecer en Uganda
Ha llegado el día, 18 de julio de 2018. Tras un día duro viajando, estamos aquí. Tras una bella noche durmiendo en este precioso lugar a la brisa del lago, hemos amanecido. Mi primera impresión en este día ha sido el ser de una vez consciente de mi presencia en un nuevo continente.
Tras los primeros trotes de la mañana y esas flexiones que tanto nos gustan, sucedió una de las cosas que ansiaba desde que llegamos a la instalación junto al lago Victoria: pudimos disfrutar de las olas de este grandísimo lago. Después, disfrutamos del desayuno comentando nuestras primeras impresiones de este gran día.
Por la mañana, los distintos profesionales que nos acompañan, nos dieron diferentes charlas y dejamos a punto los ordenadores que vamos a donar a algunos hospitales de este país.
Después comer un rico arroz con pollo que nuestros cocineros prepararon con tanto amor, partimos hacia uno de los lugares más bonitos que he visto, y no por sus vistas o paisaje, sino por las grandiosas personas que se encontraban en él. Se trata de una escuela de niños y niñas de entre 4 y 14 años. Al llegar en los autobuses, los niños nos recibieron con abrazos, súper emocionados, todos con su sonrisa de lado a lado.
Al llegar, jugaron con nosotros, algunos bailando, otros dando volteretas y otros mostrándonos su música con una especie de tambores africanos, todos ellos trataron de hacernos sentir especialmente bien.
Después de esta agradable bienvenida, estuvimos lijando las paredes de las aulas y posteriormente pintándolas. Resultaron increíblemente acogedoras las palabras de agradecimiento de las personas de Uganda.
Tras realizar estos trabajos, disfrutamos de una increíble representación de baile de parte de los niños que por circunstancias de esta vida son huérfanos y conviven en el mismo colegio. Bailaron y cantaron con sus mejores sonrisas diferentes canciones para todos. La directora de este orfanato nos sirvió una especie de tortitas caseras que estaban riquísimas. Esta acción me marcó mucho y me hizo ver el corazón de estas personas, que a pesar de disponer de pocos recursos nos ofrecieron este lindo detalle.
Cuando ya nos íbamos, uno de los niños con los que más cercanía tuve me acompañó hasta el bus abrazándome y diciendo que me quedara con él. Me di cuenta del corazón que todos estos niños tienen y me despedí con un “hasta pronto”.
Para finalizar, ya en nuestro “campamento” cenamos y cerramos el día viendo una película de la que no puedo comentar nada ya que me quedé dormido por el cansancio.
Ya en el saco saqué una conclusión de este día: ante todas las circunstancias de la vida las personas tenemos que ofrecer siempre nuestra mejor sonrisa.
Andrés Gutiérrez
Isaac (día de visita al orfanato)
Hoy por la tarde hemos visitado un orfanato con el fin de ayudar a los niños a pintar sus aulas de estudio, y estoy seguro de que después de esta tarde podemos decir sin duda que la felicidad no depende de nada material.
Antes de llegar al orfanato, en el trayecto de autobús, íbamos saludando a los niños que veíamos por la calle desde la ventanilla, comentábamos sus gestos de sorpresa e ilusión. Pero esto no ha sido nada comparado con lo que nos hemos encontrado al llegar.
Decenas de niños corriendo y gritando hacia el bus. En cuanto han podido, los más lanzados nos han empezado a abrazar. Nosotros hemos respondido con cariño, sorprendidos por su ilusión. A la media hora estábamos en un remolino de abrazos, carreras, juegos y sonrisas. Suyas y nuestras.
Yo daba la mano a dos niños y atendía a la explicación de un juego, cuando he notado un breve tiron en la parte de atrás de mi camiseta. Me doy la vuelta y veo a un niño de unos cinco años que viste una camiseta morada, era de un adulto, tenÍa las mangas rajadas, como si fuera de tirantes.
Me miraba. Yo le he sonreído y me he presentado. Rápidamente hemos comenzado a jugar a nuestra manera. Él no era como los niños que se lanzaban sonriendo a nuestros brazos. Él solo sonreía cuando era necesario. Hemos jugado un rato más hasta que nos hemos perdido de vista en el remolino.
Unas horas después, cuando estábamos despidiéndonos de todos a punto de subir de nuevo al autobús, he notado un breve tirón en la parte de atrás de mi camiseta. Me he dado la vuelta y he visto a Isaac. Un niño de unos diez años, al que, aunque no conocía, se lanzaba sonriente a mis brazos para despedirse.
Ismael Lancho