El bufido a los babuinos camino de la cascada
Media docena de babuinos saltaban de árbol en árbol, vigilando nuestros movimientos, como si fuéramos sus enemigos, marcando su territorio. Nos habíamos abierto paso a machetazos, con Telmo Aldaz de la Quadra-Salcedo, director de la expedición, al frente. Un reducido grupo nos habíamos adentrado en la selva en busca del mejor recorrido para llegar a las cataratas de Mpanga, que curiosamente significa machete. Desde las colinas entre las que corren se divisa el lago Edward, que es el inicio del Parque Natural Queen Elisabeth, el único en el mundo donde los leones duermen en los árboles porque, según algunas teorías, evitan así ser picados por la mosca tsé-tsé.
Era primera hora de la mañana, pero el sol ya picaba en la piel. La furgoneta de Telmo emprendía viaje desde el colegio de Kamwengue, donde había dormido la expedición, adentrándose por pistas de tierra sin indicación alguna, atravesando pueblos siempre con la misma distribución, con casas de adobe mirando a la calle, donde la vida bulle, pequeños colmados donde hay neveras que nunca están encendidas, puestecillos que venden pinchos de carne de cabra de dudoso aspecto, gente que parece que no tiene otra cosa que hacer que estar en la calle y gallinas que corren por aquí y allá, libremente. Soprendentemente, en las veredas de las carreteras, siempre en caída, hay menos basura que la que se puede encontrar en otros países de África.
La furgoneta va dando tumbos que hacen que nos balanceémos de un lado para el otro sin control como si fuéramos ‘dummies’ sin nadie al volante. Los campos de plantaciones de maíz se multiplican y agricultores que viven en las típicas casas circulares de Uganda, de adobe y con techo de paja muelen el maíz a palazos, ajenos a cualquier otro método, que tardará seguramente lustros en llegar aquí. Ya fuera del coche, el jefe de campamento, Pablo Martos, se atreve a hacer lo propio mientras los lugareños se ofrecen a acompañarnos hacia allá.
La furgoneta había dado un problema al no arrancar, así que Vito, hermano de Telmo, el responsable de pilotar el dron de la expedición, se queda vigilando el vehículo, que mantenemos encendido, con un machete en mano por si acaso. En verdad, se ha pasado buena parte del día esperando. Cinco horas 45 minutos, para ser más exactos, pero eso irá más adelante.
Seguimos el cauce del río Mpanga, para luego adentrarnos en la selva, separando broces, lianas y ramas espinadas, subiendo terrenos irregulares y piedras abruptas, resbalando por la tierra como si fuera nieve, oliendo a algo parecido a hierbabuena, que impregna la marcha, que finaliza antes de llegar a la propia cascada dado la falta de tiempo. El recorrido, que nos hace sudar más de la cuenta, nos recuerda al que hace Robert de Niro en ‘La misión’.
El río, mucho menos caudaloso que cuando el director de la expedición hizo el viaje de prospección, en mayo, hace que no sea un terreno bueno para ver hipopótamos. «Están más abajo, cerca del lago», cuenta uno de los lugareños antes de volver al coche, que cogemos para tratar de encontrar otra ruta para llegar a las cascadas, por el otro lado, pero el coche, esta vez sí, rompe.
Comienza a salir humo -al final fue una pieza de la culata- así que dos de nosotros nos pillamos al primer lugareño que pasa y nos lleva al pueblo, desde donde salen ya los expedicionarios en los autobuses. Esperando se queda, entre otros, cómo no, Vito. Tras varios kilómetros de marcha, los expedicionarios llegan a una central hidroeléctrica británica, por la que nos adentramos hacia una cascada del río. La bajada abrupta por unas escaleras de la instalación pone a más de uno los pelos de punta. «Esto está muy empinado», era el comentario más repetido.
Los últimos jóvenes que bajaron las escaleras se encontraron con un enorme babuino bufándoles, y los monitores alertaron de que eran peligrosos y había que acelerar el paso. Tras bajar varios caminos de tierra, llegaron a la cascada, donde al menos se limpiaron los pies, ya que el agua, según recomendaron los médicos, podría contener parásitos. La marcha de vuelta fue a oscuras, por una cuesta empinadísima, que exigió lo máximo de los chavales. Al llegar al campamento, la cena con patatas a la riojana y la charla sobre ‘Cómo hacer una noticia’ y ‘Cómo hacer una entrevista’`, que terminaron pasadas las dos de la mañana pasadas, cuando 20 horas después de despertarse, los jóvenes se fueron a la cama una vez más sin ver hipopótamos.
Serafín de Pigafetta.
Cronista oficial de España Rumbo la Sur.