Los secretos de Lalibela, la ciudad santa africana
Por las noches, en muchos de los lugares donde descansamos nuestros fatigados huesos -pocas horas, eso sí- nos dormirmos con una eterna letanía, a veces a lo lejos, casi imperceptible, como un susurro; otras muy cerca, como si nos atronara al oído. Es la salmodia de los diáconos ortodoxos que cantan en geez, que pueden estar toda la noche con sus cánticos religiosos que, de alguna manera, acostumbrados ya a su sonido, nos vienen a arrullar el sueño.
No podía ser menos en Lalibela, la ciudad sagrada de Etiopía, considerada la segunda Jerusalén, el epicentro copto de toda África, donde, en una colina, se arraciman 11 iglesias excavadas en la roca, bajo suelo, con un tallado delicado, mayormente de influencia aksumita, y con misterios ocultos en su interior, al que es casi imprescindible acudir con una vela porque permanece en penumbra.
A primera hora, antes incluso de desayunar, la expedición acude a la Iglesia de San Jorge, el patrón del país, la única no protegida por una cubierta por la Unesco, que declaró este lugar Patrimonio mundial, y que algunos consideran la octava maravilla del mundo, con su laberinto de pasillos que le llevan a uno de una iglesia a otra casi sin darse cuenta y cuya magia bien reflejó en una serie la fotógrafa Cristina García Rodero.
Dice la leyenda que la ciudad fue fundada por el emperador Lalibela en el siglo XII, algo que puede ser cierto, ya que en el templo que visitamos hay dos tallas de madera de olivo datadas hace más de 800 años. La expedición queda perpleja al observar el exterior, casi lo más mágico en estas iglesias, con ese enorme hoyo excavado en la tierra del que sale el templo, de tres plantas y 15 metros de altura. Es primera hora, pero numerosos fieles ya lo visitan y realizan sus plegarias vestidos con sus túnicas blancas.
Telmo Aldaz de la Quadra-Salcedo, director de la expedición, se reúne brevemente con el patriarca de la Iglesia ortodoxa, considerado el segundo Papa, para mostrarle sus respetos, y de ahí, tras desayunar, emprendemos el viaje hacia Dessei, por otra carretera de esas inhóspitas, con baches por doquier y donde vemos incluso babuinos gelada con un llamativo color rojo en el pecho.
Cruzamos poblados que bien pudieran ser de hace 400 años, como los pueblos iberos, y llegamos a situarnos a 3.800 metros de altura, algo que notamos sobre todo al bajar hacia nuestro destino, a 2.700, donde, una vez instalados, los expedicionarios atienden con atención a una charla sobre refugiados donde, pese a la hora, la una de la mañana, se genera un interesante debate. La proyección de los emocionantes vídeos del equipo audiovisual cierran otra maratoniana jornada en esta espiral sin fin.
SERAFÍN DE PIGAFETTA
Cronista oficial de España Rumbo al Sur