De monjes y el Arca de la Alianza
El Lago Tana, 3.500 kilómetros cuadrados de superficie, el lago más grande de Etiopía, se perfila en el horizonte con sus aguas marrón claro como si fuera un mar, como si no tuviera fin, liso como un plato y cuya tranquilidad solo se ve interrumpida por el paso del barco. Varias aves lo persiguen a ratos, mientras los expedicionarios se afanan con sus cuadernos de viaje, duermen, o simplemente charlan sobre las experiencias vividas.
A este cronista, que lleva ya cinco expediciones a sus espaldas, le sigue sorprendiendo la actitud ávida de saber y conocer que demuestran los aventureros este año, trabajando sus cuadernos con el esmero de un luthier, mimando cada detalle.
Camino al puerto de Bahir Dar, el convoy cruza al lado de una iglesia ortodoxa, donde cientos de personas se apiñan para asistir a la celebración, que suele durar entre dos y seis horas. Los cánticos se escuchan desde fuera del recinto, donde otros centenares de fieles siguen la ceremonia. Se extiende cierto ambiente solemne, con la mayoría de asistentes vestidos con túnicas blancas y ajenos al ajetreo de la carretera que hay a pocos metros.
Al embarcar, buscamos a los hipopótamos que suelen vivir en esta zona del lago, pero no hallamos señal alguna. Tardamos poco en llegar a la península de Zege, donde tras una pequeña subida llegamos al templo Ura kidane Merete, construido en el siglo XIV y que guarda un fascinante compendio de coloridos dibujos de santos, mártires y tradiciones etíopes.
El techo de uralita, muy común en las construcciones del país, no consigue estropear la solemnidad de su interior, donde lo más misterioso se guarda en el santuario escondido en el interior, al que sólo puede acceder el sumo sacerdote y donde se guarda una copia del Arca de la Alianza, sí, la misma donde, según la Biblia, Moisés guardó la tabla de los diez mandamientos, cuyo original, dice la leyenda, se encuentra al norte del país, en Aksum, en un recinto vigilado por una sola persona las 24 horas del día, como el monje que custodia el santo grial en ‘Indiana Jones y la última cruzada’.
Los expedicionarios quedan fascinados con las explicaciones de uno de los diáconos, herederos de los que vio Pedro Páez cuando vino a esta país hace cuatro siglos, y varios de ellos visitan a continuación la casa de los menesterosos, donde los monjes acogen a los peregrinos y, entre otras cosas, les sirven tala, una suerte de cerveza artesanal. Retomamos el trayecto en barco hacia la isla de Dek, donde se encuentra un fascinante monasterio en un altozano al que para llegar hay que recorrer un empinado sendero entre la espesura de la jungla.
Según la creencia, este monasterio fue fundado por un santo que navegó allí hasta 1268 «en un barco de piedra» acarreando consigo un trozo de la cruz de Cristo, que ha sido tallada a su vez como una pequeña cruz. En el interior del pequeño edifico, cuidado sólo por dos monjes, se encuentran los restos momificados de cinco emperadores, ente ellos el de Zara Yoqob, uno de los más importantes en la historia del país. También está momificado el Emperador Susenyos, amigo personal de Pedro Páez y que se convirtió al catolicismo a través de este jesuita, con toda su corte de más de 100.000 nobles de la época. La visita a la pequeña sala, sin luz -tenemos que darla con el foco de la cámara del equipo audiovisual- sobrecoge. Nos quedan aún tres horas más de viaje camino de Górgora, donde seguiremos recorriendo los pasos que dio el jesuita madrileño.
SERAFÍN DE PIGAFETTA
Cronista oficial de España Rumbo al Sur