La Medina.
Luis Pintor.
Volúbilis es historia, huella de los siglos en una ciudad varias veces habitada por culturas opuestas, abandonada, asolada por catástrofes naturales… Fez es, al contrario, indestructible. En la vieja Medina, 9.500 callejuelas encerradas entre 15 kilómetros de muralla, viven medio millón de personas, un enjambre humano que parece a punto siempre de reventar las paredes de adobe pero es capaz de resistir impasible el paso de los milenios.
En la capital espiritual de Marruecos, la primera de las cuatro ciudades imperiales del Reino, los muros no se caen a pedazos sólo porque se sostienen entre ellos, abrazados por andamiajes de madera que a su vez parecen decididos a derrumbarse sobre la marea de seres humanos que –de sol a sol- venden, compran, caminan, trabajan, rezan, esperan… mientras el tiempo se mide por el paso de las luces y las sombras.
A pesar de los reclamos y los gritos para captar la atención de los turistas –“amigo amigo pasa, sólo ver, toma un té, buen precio, sin compromiso”- los artesanos y los vendedores jamás tienen prisa. La jornada está marcada por pausas preestablecidas, el té con yerbabuena, siempre hirviendo, la comida en los puestos callejeros a escasos metros. Cuando llega la noche, pueden cerrar la puerta de la tienda (un metro de fachada, quizás dos o tres de fondo) o dejarla abierta, al fin y al cabo van a dormir dentro del negocio.
Fez es Marruecos. La Universidad más antigua del Magreb, la trama capilar de mezquitas, la artesanía, el mercado. Fuera de los muros de adobe, el boom inmobiliario y el indiscutible desarrollo económico del país crean una impresión falsa: parece que se trata, sí, de una ciudad contemporánea, homologable a cualquier otra de la orilla norte del Mediterraneo. Pero entre los muros de adobe permanece ajena al tiempo una sociedad pausada, con rostros de cuero viejo, encerrada en el interior de sus hogares y de su propia ropa. La vestimenta musulmana gana terreno a ojos vista, advierte el visitante, los ruidos, los colores y los olores no cambian nunca.
Después de recorrer las callejuelas y las viviendas laberínticas, resulta evidente –comprueban los expedicionarios- que el mundo puede ser un pañuelo, pero atesora una diversidad infinita.