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Crónicas Equipo

Decimosexto día

Abres los ojos, pero sigues sin ver, están empezando a enfocar cuando sientes la ligera brisa que entra por la ventana abierta. Cierras los ojos e imaginas que esa brisa es el soplo de aire frío de cada mañana en Uganda. Te imaginas a orillas del río Nilo o en pleno parque natural o rodeado de refugiados que te acogen en sus chabolas con miedo, pero con ganas de enseñarle al mundo por lo que están pasando.

Tus ojos empiezan a enfocar y ves tu habitación, miras el techo y la luz que entra por la ventana, te entra un agobio asfixiante, una sensación de estar encerrado y necesitar salir a la calle a coger aire fresco. Entonces te das cuenta de que los cielos estrellados debajo de la mosquitera se acabaron, los amaneceres durante el calentamiento de las 6:45 am solo forman parte de tu memoria. Y sabes que nunca más vivirás unos días tan llenos como los vividos los últimos 15 días.

Empiezan las comodidades del primer mundo como la ducha o el agua fría recién salida de la nevera. Y es entonces cuando debes reflexionar sobre qué es lo que de verdad te hace feliz y te llena como persona. En estos 15 días dos de las cosas que la gente más rezaba por tener eran ducha o baño en algún lago y agua a ser posible fría. En Uganda te levantas y piensas ¿Hoy me ducharé? ¿Pasaré mucha sed? Hoy te levantas y esas preguntas no te las planteas porque sabes que lo vas a tener, sabes que con abrir un grifo a menos de 10 metros va a salir agua y te vas a poder duchar y beber todo lo que quieras.

Entonces, ¿Si hoy tengo todo por lo que rezaba ayer, porque ayer era más feliz? Difícil de explicar ¿verdad? Pues así de difícil resulta explicarle a quién no ha vivido esta experiencia porque es tan vital y porque te cambia la vida.

Otra cosa importante de este primer día de vuelta es que volvemos a estar comunicados con todo el mundo, volvemos a las redes sociales y a la vida virtual. Nos ponemos al día de política, deportes, del mundo en general, hablamos con amigos y les contamos todo, buscamos a nuestros compañeros de viaje en las redes para compartir impresiones, para mantener el contacto y vemos como son, como eran antes de este viaje. Lo que la mayoría no sabe todavía es que la persona de antes del viaje no tiene nada que ver con la persona que vuelve. Con 17 años todos somos inmaduros, estamos empezando a creernos mayores y queremos comernos el mundo. Buscamos la risa fácil, las fiestas y los buenos ratos con amigos y conversaciones más que superficiales donde lo único que aprendemos es quien besa mejor o a quien le gustas más, generalizando por supuesto. Los chicos de 17 años que deciden venir a este viaje ya tienen algo que los demás no tienen o no han encontrado todavía, y es la curiosidad. Son curiosos, quieren conocer, viajar, descubrir cosas nuevas y están dispuestos a conseguir una gran cantidad de dinero por sus propios medios para poder hacerlo posible (todavía no he dejado de generalizar, tanto para lo bueno como para lo malo)

Ya solo por estar donde están destacan, pero lo más impactante es el cambio que da cada uno dentro de esos 15 días. La evolución de tener 17 años y tener una ligera idea del rumbo de sus vidas a convertirse en verdaderos curiosos y a tener claro que hagan lo que hagan y acaben donde acaben siempre van a tener estos recuerdos y valores obtenidos en el viaje para poder usarlos y ser más fuertes que nadie.

Es el día de vuelta, pero si te lo tomas con filosofía y decides incorporar este viaje y esta experiencia en tu forma de ser, pensar y actuar; entonces estate feliz, porque tu viaje va por el decimosexto día y el único límite que existe es el que le quieras poner TU.

Diego Muñoz González (Monitor)

Caleidoscopio de África

  Ante mis ojos,  África se mueve deprisa,  como si me retara a una carrera en dirección contraria, como si quisiera huir de mí y de mis letras.

  Los trayectos en autobús siempre me han agradado,  me permiten bajar la velocidad de lo vivido y poder observar,  sentir, escribir: a veces,  la vida se convierte en un caleidoscopio de imágenes caóticas que se guardan desordenadas en la memoria, que sólo cuando frenas eres capaz de ver con nitidez.
  Mientras, África sigue avanzando rápido, abriéndome paso hacia el siguiente destino. Creando ininterrumpidamente imágenes que intento guardar apresuradas en mi pequeño instrumento, tratando que ninguna de ellas quede olvidada entre sonrisas sinceras y vivos colores africanos.
Imagen uno: Hospital Padre Pío en Kamwenge.
Me acariciaba el rostro analizando mis facciones,  sus manos eran suaves y resbalaban cuidadosas sobre mi piel.  Se detuvo en mis pendientes y sonrió,  le gustaban.  En menos de tres minutos ella había alcanzado el centro de mi corazón, limpio y profundo,  como una flecha de punta muy afilada.  Había oído hablar de ella antes y mi curiosidad por conocerla era inmensa, pero su capacidad de convertir la emoción en lágrimas fue más poderosa de lo que imaginaba. Por un momento agradecí que no pudiera verme, sin embargo,  ella notó perfectamente lo que había conseguido provocar en mí. Sus dedos secaron mis mejillas mientras me despedía de ella.  Nos abrazamos.
  Se llamaba «Gift».  Y nunca imaginé que una niña de 9 años y mirada perdida iba a ser el regalo más bonito que África podría haber tatuado a fuego en mi memoria,  para siempre.
Imagen dos: Murchison Falls Nacional Park.
  La brisa cálida de la sabana maquilla mi rostro y hace a mi pelo bailar de alegría.  Sacar la cabeza por la ventanilla siempre me resultó una sensación muy placentera. Levanto la mano para que mis ojos descansen de la luz con su sombra,  pero los tonos naranjas y rosas se reflejan en mi viejo anillo, anunciando la maravillosa puesta de sol que el horizonte africano pinta para nosotros. Aves,  búfalos,  hipopótamos, zebras y jirafas ayudan a completar este cuadro de dimensiones infinitas que encaja a la perfección en mi pequeño caleidoscopio.
  El sol apaga su fuego en el Lago Albert y la ausencia de su calor tiñe la sabana de color ceniza. Dejo que mi pelo baile una última canción con el viento antes de despedirme de la magia de África bajo el sol.
Imagen tres: Campo de refugiados de Palabek.
  Aún no habíamos llegado cuando cientos de niños corrían detrás de nuestro autobús, mostrando sus enormes bocas blancas siempre sonrientes. No entendí cómo después de haber caminado durante varios días sin descanso a través de los matorrales para llegar hasta allí aún les quedaban fuerzas para bailar. «La música es lo único que les queda» pensé mientras mis entrañas se encogía.  Iban descalzos,  pues habían dejado atrás sus zapatos; y con ello su formación, sus fotografías familiares, sus regalos de cumpleaños, sus esperanzas de un futuro en paz y,  por supuesto su niñez.
  Entre la multitud de niños que nos envolvían entre una mezcla homogénea de desconfianza y necesidad de ser felices, apareció aquella chica sin nombre de no más de 5 años. Había cambiado sin quererlo la mochila del colegio por un bebé que colgaba de su espalda. Nunca volverá a jugar a las muñecas.
Imagen cuatro: ellos. 
  Hoy,  al mirarlos,  puedo decir que no son los mismos ojos que conocí 15 días atrás. El corazón no es impermeable a las sonrisas torcidas,  a los olores africanos,  a la inagotable generosidad del que no tiene nada para ofrecer. Descalzarse para que la tormenta tropical moje cada milímetro de tu cuerpo sin saber cuándo volverá a tocar el agua; que las estrellas te cuenten su historia cada noche a través de la mosquitera; un chapati en el momento más deseado, o que haya nocilla para desayunar; que en tu cabeza no deje de sonar «we are the Africans during the day» y saber que ellos sí son la luz del mundo; volver a ser un niño el primer día de colegio haciendo amigos sin prejuicios,  sin complejos,  sin maquillaje,  cada uno como es y todos iguales a la vez; sentir a las personas que te acompañan como parte de una familia que hace dos semanas desconocías.
  Estos 120 chicos hoy vuelven a casa con los mismos ojos,  pero el filtro a través del cuál miran la vida es distinto.  Ahora tienen un sendero que guiará sus pasos, como hace no tanto hizo con los míos. Siempre acompañados,  pero siempre rumbo al sur. Hoy,  regresan hombres y mujeres capaces de disfrutar de esas cosas pequeñas que solemos olvidar. Personas inquietas,  curiosas, con ganas de comerse el mundo y saborear cada bocado.
   Hoy,  una año más,  me siento afortunada de este nuevo alfiler clavado en el mapa de mi pared. Una alfiler dorado que señala mucho más que un simple destino: es un sueño cumplido,  es un hueco para cada uno de ellos en mi corazón.
María Guevara Perea (Monitora)

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