De hechiceros y grilletes
Los expedicionarios abrieron los ojos como platos cuando el hechicero desplegó una piel de serpiente de casi dos metros ante ellas. “¿Y esto qué es?”, preguntó un miembro de la expedición sobre un hueso extraño, de animal, posado sobre la alfombra. “Es un hueso de avestruz…”. ¿De avestruz? “Sí, es un remedio para el reumatismo; hay que rayarlo y tomarlo hervido”, respondió el hechicero. La pintoresca escena ocurrió en el alargado zoco de Merzouga, donde hoy los expedicionarios tuvieron la sensación de que podían encontrar de todo y a un precio nunca visto (en España).
Fue un momento de contacto con las gentes locales y de comprar algún regalo a la familia. Los adolescentes se desperdigaron por la calle principal, olieron las numerosas especies de los puestos (comino, cúrcuma, jengibre…), apiladas como si fueran una duna, miraron pendientes y collares hechos a mano, probaron zumos de mango, naranja, o pistacho cuyo puro sabor difícilmente podríamos probar en España y sobre todo aprendieron el hábil arte del regateo.
“Estas niñas saben mucho; ya me dan el precio de las cosas”, protestaba un vendedor de platería ante la férrea oferta de dos expedicionarias. Más allá, otros aventureros se sorprendían al oler una suerte de jabón que en verdad producía de forma natural el mismo efecto que el Vicks Vaporups, como se afanaba en pregonar el vendedor. En otro puesto, sorprendía la cantidad distinta de dátiles que podía haber, mientras calle arriba un puesto de algo parecido a crepes con nocilla se estaba hinchando los bolsillos a vendérselos a los chavales a un precio irrisorio: 5 dirhams (50 céntimos).
Ajeno al bullicio y al timo, porque no decirlo, que se produce ciudades turísticas como Fez o Marrakech, en el zoco de Merzouga, donde la mayoría era gente local menos nosotros, se cobraban los precios que se cobran a los marroquíes, lo que lo convierte en más real, en más auténtico. Mientras recorrían el mercado, empezó a resonar por los altavoces de una mezquita el “Ala Ahkbar” (Alá es grande), lo que sorprendió a algunos de los expedicionarios, ya que todas las noches dormimos fuera de loas ciudades donde sí es habitual escuchar las cinco llamadas a la oración . “¿Y qué es eso?”, llegó a preguntar alguna.
Sin duda el producto que más triunfó fue una especie de churro con forma de rosca, bastante grande, y que sólo costaba un dírham. Háganse a la idea. Algún chaval se puso tibio, como era de esperar. “Es que sólo vale diez céntimos”, exclamaba uno de los chicos, que como el resto no ha visto un dulce en todo el viaje.
Ya atrás quedaba otro despertar en las dunas, donde el escaso sueño no evitó que los expedicionarios afrontaran la dura subida a la Gran Duna, desde la que se tenía una sobrecogedora imagen de todas las olas de arena del desierto hasta que alcanzaba la vista. Luego, muchos bajaron haciendo la croqueta o saltando, como si aquello fuera el Parque de Atracciones.
El día acabó con una experiencia realmente africana, una visita a la fiesta de un poblado Gnagua, Elkhamlia, de una etnia marroquí cuyos descendientes provenían de los antiguos esclavos que vinieron de Tombuctú. De raza negra, vestidos con túnicas y turbante blanco, sus cánticos acompañados de los tambores y una suerte de castañuelas (‘ticarchasi’) metálicas, inspiradas en los grilletes que tenían los esclavos y con lo que se cree que hacían percusión en los momentos más duros de su cautiverio, embriagaron a la expedición.
Esta música, que podía tocarse durante días, puede, según esta etnia, provocar a quien la toca y la escucha entrar en trance al acompasarse el latido del corazón con el golpeo de los tambores. Pasada la una de la mañana, el grupo emprendió otra vez camino al desierto para vivir su última noche aquí. Incluso la luna se iluminó casi llena para guiar sus pasos.
Serafin de Pigafetta